La embarazada pecadora y lo que nos sucedió en Venecia

Extraído del libro “Cartas a la Presidenta” de Teófilo Gautier, uno los más célebres poetas franceses (1811-1872) y este libro un homenaje a una de sus más apreciadas amigas, una carta de ocho páginas dirigida a Madame Sabatier, la cantante, que él llamara la Presidenta.

Esto es lo que nos sucedió en Venecia

Disfrutábamos la contemplación de unas magníficas telas venecianas bordadas en una tienda, cuando repentinamente vimos a una hermosa joven, con un lujurioso culo, apenas cubierto por una suerte de gasa.

Nada más estaba oculto: ni los pies, pues estaba descalza, ni las grandes y hermosas tetas que, erguidas, desafiaban la brisa.

El coño era todo un espectáculo, enorme y suculento, de un tamaño que superaba en siete veces el de su cabeza.

Portaba un moño, formado por una superposición de trenzas que semejaban las cadenas del ancla de una nave de tres quillas. En la boca resaltaban los dientes perlados, como de tiburón, dijérase casi en tres filas.

Estaba indignada, peleándose con el tendero por un anillo de oro que, sin duda, valía muy poco.

Profería violentas interjecciones, acusando al hombre de ser un maricón, cornudo, hijo de perra y vaca, mierda de ramera sifilítica, ladrón, y el peor de los insultos: alemán. La ira la hacía verse deliciosa.

Para cortar con la riña, con mi amigo adquirimos la joya de la discordia y aprovechamos la oportunidad de invitarla a nuestra casa don, le dije, le haría cuadro, que le obsequiaría.

Dos días después llegó a la casa y, cumpliendo mi palabra, le hice el retrato, regalándoselo.

Ese día pude haber llegado a la cama con ella, pero éramos los dos contra ella, lo cual me hizo sentir como villano cobarde.

Nos reunimos luego en casa de la viuda Poignet, donde, con Luis, procedimos a sortearla con una moneda, a cara o cruz.

Ganó Luis, que se alegró muchísimo, ya hasta le hizo el homenaje de unos versos a su doncellez.

Yo contaré solamente un detalle, que habla en contra de la supuesta virginidad de la joven: Justo en el momento culminante, cuando ella se disponía a recibir el cabezudo premio, untó uno de sus dedos con saliva y los pasó por los sobresalientes labios vaginales, para facilitar de ese modo la vigorosa entrada del falo de Luis.

Relato erótico-"La embarazada pecadora y lo que nos sucedió en Venecia"

En esta escena, romántica y melodramática, yo jugaba un papel secundario, de antiguo esclavo, iluminando la zona con una vela, que llevaba en una mano, y sosteniendo mi erecta verga con la otra mano.

Por suerte para mí, la muchacha en cuestión vino a la cita con una criatura de alrededor de 18 años, destinada por el azar a mí y que me miraba como a un auténtico vejete. Era rubita, de piel rosácea, rasgos armónicos, dulce de aspecto y con los ojos nimbados de una cierta tristeza. Hubiera sido muy hermosa de no ser por el desorden de sus dientes, que evocaba los de las inglesas.

Mientras, junto a mí, Luis, el trepador de muslos trabajaba, yo, el come-culos, incitaba a mis manos a recorrer el umbrío bosque, donde el tesoro es la jaula de la miel, oyendo la narración de la vida de la rubia, nada de emocionante. Ella había sido bailarina, pero debido a un bombardeo, el escenario en que actuaba se cerró, y cortó una brillante carrera en sus inicios, que le habría permitido mostrar su culo al público noche tras noche. Por eso, ahora, lo hacía en privado.

Su coño era pequeño y estaba decorado por un pelillo denso, apretado, como de terciopelo. Audaz, desaté el corset y, como en una explosión, se desbordaron dos gigantescas tetas, duras, albas como la leche, provistas de sendos pezones de color rosa, ribeteados por una gran areola, tal pintados por Rubens o descritos por Boissrd, que me fascinaron.

Olvidaba contarle que la chica estaba preñada de un mílite austríaco.

Borrosas imágenes de envolturas de gelatinas y raíces de frutas danzaron ante mis ojos cuando puse en la mano de la muchacha aquello que pronto le iba a introducir por el culo. Con el dedo del corazón, apropiadamente ensalivado, fue hacia el sexo, en busca de los labios de su cántaro y, al frotarlo, las palpitaciones del clítoris anunciaron el despertar en ella de las más lascivas inquietudes.

La discípula de la musa de la danza era diestra con las manos y con los pies, pues movió primero con un ritmo acompasado, lento y rápido, de arriba a abajo, la piel del prepucio, a la manera de una canción.

Cuando la estaba penetrando por el culo, seguramente el feto, atento a lo que estaba sucediendo con su madre, la bailarina cesante, retrocedía y saltaba en su envoltura acuosa, igual que un sapo en un papel, y se iba hacia el fondo, acurrucándose de miedo, para eludir mis embates vigorosos. Me parecía oír sus gemidos y podía sentirlo igual que un gato escondido bajo una cama al buscarlo uno con una escoba; así se pegaba al fondo de la matriz y su cabeza parecía emerger; y yo me preguntaba si no le haría daño a ese producto inventado por máquina austríaca y, de haber sido una niña posiblemente la hubiera desflorado a través de su madre; pero no, estábamos en Italia, y lo que había allí era ciertamente un maricón pequeño, un feto de cerdo, un precoz penetrador, que ya me brindaba su culo desde el interior.

Con el ejercicio, terminé por hacer que la chica tuviera su orgasmo. Una leve espuma blanca, como de manantial, fluyó entre sus piernas, y de mí saltó un chorro de esperma espesa, como yogur.

Muy pronto, después de mi actuación, Luis acabó con la suya, satisfecho, con la cresta en alto, tal un airoso gallo que desciende de la gallina fornicada.



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