Las edades de Lulú (extracto)

Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen, aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto más violento.

Ellos, sus hermosos rostros, flanqueaban a derecha e izquierda al primer actor, a quien ya no pude identificar, tal era la confusión en la que aquella radiante amalgama de cuerpo me había sumido. La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer total, redondo, autónomo, distinto del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable, tan tristes, pensé entonces.

Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y limpia. Antes, alguien había afeitado toda la superficie con mucho cuidado.

Aquélla era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.

Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me había visto a mí misma, algunas veces.

Relato erótico - "Las edades de Lulú" de Almudena Grandes

Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí, al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas. Deseé hacer tenido aluna vez un par de esos horribles zapatos de charol con plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos, impracticables, para poder balancearme sobre sus altísimos tacones afilados, armas tan vulgares, y acercarme despacio a él, penetrarle con uno de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne inmaculada, conmovedora, tan nueva para mí.

Ella se me adelantó. Entreabrió los labios y sacó la lengua. Sus ojos se cerraron y empezó a trabajar. Siempre de riguroso perfil, como una doncella egipcia, recorría aplicadamente con la punta de la lengua la exigua isla rosa que rodeaba la sima deseada, lamía sus contornos, resbalaba hacia dentro, se introducía por fin en ella. Su compañero al principio se limitaba a mirarla con una sonrisa amable, indulgente, pero pronto la imitó. También él abrió la boca y cerró los ojos, y acarició con la lengua esa piel intensa, la frontera del abismo. Al mismo tiempo, con su mano libre, la única mano que estaba al alcance de la cámara, palmeó la grupa del desconocido, que comenzó a moverse adelante y atrás, marcando un ritmo constante que parecía responder a un secreto aviso. El agujero, empapado de salivas ajenas, se contrajo varias veces.

Extracto de “Las edades de Lulú”, libro de Almudena Grandes



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